jueves, 4 de octubre de 2012

Sensación.

Iba paseando por la verde colina, solitaria, pensando. Sentía como el olor a hierba se entrelazaba con mi nariz, el color de ese verde tan espeso, podía escuchar las gotas de rocío caer y éstas, mojando mis pies poco a poco. Notaba y escuchaba los insectos revoloteando por encima de mí. Esas nubes blancas mezclándose con el azul del cielo. Dándole la forma que yo quería, hasta que de pronto noté algo que me presionaba el tobillo. Miré hacia abajo y no había nada, solo la simple hierba colándose por entre los dedos de mis pies. Seguí avanzando por la infinita colina dónde me sentía alegre y a gusto. Noté de nuevo esa presión y un susurro en mi oído izquierdo. Me giré pero no había absolutamente nada ni nadie, otra vez. Algo asustada seguí avanzando rozando la corteza de los árboles con la yema de los dedos cuando noté que algo me sacudía. 
Cuando abrí los ojos empecé a notar los pinchazos de los dedos de los pies, y ésto, subiendo por mi piernas, éstas crujiendo y al estremecerme, apareció otro dolor en el cuello. Un dolor extraño y punzante como si llevara diez toneladas encima de la nuca. Me incorporé y mi vista se acostumbró hasta visualizar una grada al fondo. Miré hacia los lados y vi dos canastas de baloncesto. Me pregunté, ¿y mi casa?
-Tú, levántate rápido que somos el primer grupo- dijo una voz bastante familiar.
En ese momento ya comprendí qué pasaba. Me levanté, me vestí y comencé a guardar el saco de dormir y la ropa que había dejado en el suelo la noche anterior. Me costó toda una vida que entraran los pies en las botas y mientras los ataba, el dolor subía por mis tobillos.
Desayunamos, esperábamos que la gente terminara de preparar las cosas, recoger, lavarse los dientes... Sólo pensar que ese día me quedaban 32 km por andar, me entraban ganas de llorar.
Pero les prometí, que llegaría a Santiago. Tanto a mí misma, como a mi familia, como a mi grupo.
Éstos últimos y los monitores fueron los que tuvieron que aguantarme las 8 horas diarias durante 13 días llorando mientras caminábamos. Intentando hacerme reír, ayudándome con aquel peso infinito que hacía enterrarme bajo tierra, llegaron a tal punto que me exigían que les insultara para que así, gritara y me aliviara al desahogarme. Sin embargo, nunca me dejaron. Me animaron hasta el final. Pensaba todos los días que quedaba menos para llegar a nuestro destino y si había caminado la mitad, la otra que quedaba era pan comido. 
Cuando llegamos a Santiago con ellos, fue una sensación que no pude, ni puedo, ni podré expresar. Nos abrazamos todos juntos, luego uno con cada uno y solo escuchaba palabras como: ''Has visto ¿no?. llegaste, ¿quién dijo que no podrías?, ya pasó todo, pequeña, deja de llorar que te vas a deshidratar más aún...'' 
Y sí, lloré, como nunca, pero esa vez de felicidad. Porque me había superado a mi misma. Pero todo, gracias a ellos.
Si hubiera estado sola, no habría podido. Nunca me cansaré de repetirlo. Gracias.
Muchísimas gracias.

1 comentario: